Miguel tiene 20 años, es un chico delgado,
introspectivo y sonriente, llega a mi consultorio acompañado de su padre y de
su madrastra, ella lo trata con tanto afecto e interés que pensé que era la
madre.
Siempre que los padres me traen un hijo, sin importar
la edad, me explican los síntomas y las
razones por las cuales están en la consulta, quieren que no se escape nada.
Ignoran que para un terapeuta lo importante es el sentir del paciente, de qué
manera él o ella ha leído cada evento, cada experiencia, pues todos asistimos al espectáculo de la vida a nuestra manera.
Respetuosamente les pedí a los acompañantes que me
dejaran a solas con el chico. El espacio de terapia es un espacio sagrado donde
mi paciente se permite ser, expresar
todo lo que le viene en gana, sin barreras, sin miedo, sin restricciones, nada
de lo que se diga allí es vetado, censurado, considerado bueno o malo, por nada
será juzgado, es un espacio para expresarse libremente. Cuánto agradecen los chicos
este gesto, aunque tengan buenas relaciones con sus padres. Hay cosas que son
de ellos, pecadillos que no quieren que sus padres se enteren o que quizá, ellos conocen pero que se avergüenzan de recordarlos
frente a ellos.
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