La sombra y el ideal
Cuando éramos pequeños, nos dimos cuenta de que para ser aceptados en nuestro entorno familiar y social teníamos que ser de una forma determinada. Algunos de los rasgos que conformaban entonces nuestra personalidad sencillamente no encajaban en lo que se esperaba de nosotros. Por eso tuvimos que ocultarlos en algunos de los rincones de nuestro inconsciente, para que no afloraran en nuestra vida y pudieran dar lugar a lo que tanto temíamos: que fuéramos rechazados. Entre los rasgos que tal vez ocultamos podría estar una cierta rebeldía o incluso una marcada creatividad.
Es como si por un lado representáramos un papel y por el otro, intentáramos esconder al personaje real
Fuera lo que fuera, si no encajaba en el ambiente en el que crecimos, había que suprimirlo. Jung llamó a todos estos rasgos ocultos “la sombra” y, para él, dicha sombra nunca se quedaba quieta y, al igual que en su sueño, nos perseguía para aflorar en los momentos más inesperados e inoportunos saboteando escandalosamente nuestra vida.
Junto a “la sombra” que representa lo no aceptado de uno mismo, las personas desarrollamos lo que Freud llamaba “el ideal del yo”, una especie de máscara que nos ponemos para encajar en nuestro entorno. Es como si por un lado representáramos un papel y por el otro intentáramos esconder al personaje real.
La fractura de la identidad
Si traigo hoy esto aquí es porque creo que es importante entender que muchas neurosis, con el consiguiente sufrimiento y con el inevitable daño a las relaciones interpersonales, proceden de esta fractura en nuestra identidad. La integración de la sombra es algo que puede ayudarnos mucho a vivir de una manera más sana y equilibrada. No se puede realmente querer a otra persona si uno no se quiere a sí mismo. Querer de verdad es acoger en su totalidad lo que una persona es. Reconocer que hay partes nuestras que no nos gustan pide mucha humildad y un gran coraje, pero uno no puede cambiar si por dentro está dividido. Uno no puede cambiar si cree que hay partes de sí mismo que no tienen derecho a vivir. Lo que nos hace más daño no es en sí el defecto que vemos en nosotros o que en su momento vieron otros, sino nuestro rechazo a aceptarlo. Por otra parte, eso mismo que no queremos aceptar y reconocer en nosotros, lo proyectamos en ciertas personas a las que, por algunos rasgos de su personalidad, es fácil colocarles el “San Benito”. Por eso, el no reconocer la propia sombra hace que la proyectemos en otros, donde es más fácil rechazarla. Quien no reconoce su rasgo rebelde, encontrará insoportable a aquellas personas que muestran lo que para él es una excesiva rebeldía. Vemos “la paja” en el ojo del otro y no vemos “la viga” en el nuestro, nos recuerda un texto bíblico.
Uno no puede cambiar si cree que hay partes de sí mismo que no tienen derecho a vivir
Ocultar “la sombra” y mantener “la máscara” consume mucha energía y por eso, no es extraño que estemos a veces tan agotados. Si queremos tener más vida, serenar nuestro corazón y alegrar nuestra alma, en nuestra casa interior hemos de acoger a esos personajes sombríos que tan poco nos agradan. Acoger no significa quedar a merced de ellos o quedar sometidos por ellos, sino sencillamente reconocer que son también una parte nuestra.
Al final “la sombra” se creó porque alguien nos puso condiciones para que nosotros pudiéramos ser amados. “La sombra” se mantiene porque también nosotros nos ponemos condiciones para querernos. Un amor sin condiciones, abrazando lo que somos en su totalidad, es lo que cura todos los males porque elimina nuestro miedo. El enemigo del amor no es el odio, sino el miedo.
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