domingo, mayo 25, 2014

Aprende a reconocer los temores y a no ponerte zancadillas, ISABEL MENÉNDEZ




 (Foto: Gtres).

El triunfo proporciona un placer íntimo, pero a veces caemos en el autosabotaje y se convierte en una pesadilla. Aprende a reconocer los temores y no te pongas zancadillas.

A menudo, los psicoanalistas oímos la frase “qué miedo” cuando se plantea un tratamiento psicoterapéutico. Si de lo que se trata es de resolver el dolor, ¿por qué tendríamos que tenernos miedo a nosotros mismos? Este sentimiento proviene del temor a ser invadido por una realidad interna que no es la misma que la externa. Hay que tener valor para enfrentarse a él, pero el esfuerzo tiene la recompensa de lograr el bienestar.

Inés recordaba el miedo que sintió cuando una amiga le recomendó ir a una psicoterapia. No dormía bien, estaba cansada, su trabajo se resentía y, para colmo, cada poco tiempo sufría una afonía que no le permitía trabajar. Había llegado a ser lo que le gustaba, actriz de doblaje, y después de conseguirlo había aparecido el miedo a perderlo todo porque comenzaba a tener dificultades con su voz. Decidió hacer caso a su amiga, pero cuando llegó a la consulta el primer día pensaba que no sabía bien para qué había ido. Sin embargo, al poco de empezar sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas. Lloraba sin saber por qué y sentía un gran cansancio que atribuía a sus largas y abundantes menstruaciones. Algo que había comenzado desde hacía unos meses, después de su cumpleaños.

A medida que Inés ponía palabras a lo que le ocurría, las lágrimas dejaron de caer. En la segunda entrevista confesó su miedo a perder la voz y no poder dedicarse a lo que más le gustaba. Inmediatamente después, comenzó a hablar de su madre, fallecida hacía años. La psicoterapeuta le preguntó de qué había muerto, a lo que Inés describió un proceso bastante doloroso. Inés se hizo cargo de sus cuidados durante nueve largos meses. La vio debilitarse, agonizar, morir. Al final, su madre apenas tenía un hilo de voz y no se le entendía lo que decía.

A Inés esto le ponía nerviosa y acababa preguntándole cosas, a lo que su madre contestaba sí o no con la cabeza. “¿Qué edad tenía su madre cuando le diagnosticaron esa enfermedad?”, preguntó la psicoterapeuta. “39 –contestó Inés y se quedó en silencio durante unos segundos al caer en la cuenta de que es la edad que ella acaba de cumplir–. Pero bueno, eso no tiene nada que ver con lo que me pasa a mí”.

Ajustar las cuentas pendientes

Su voz empezó a aclararse poco a poco y salió pensando que no sabía por qué, pero había dejado de tener miedo al tratamiento. Allí encontró las palabras para decir lo que había enmudecido durante tanto tiempo y que ahora la dejaba sin voz, aquello que la desangraba emocionalmente, no solo físicamente. Salió de la sesión pensando que había dejado de tener miedo.

Inés guardaba mucha rabia contra su madre, que todo lo había hecho demasiado joven: la tuvo con 18 años y murió con apenas 39, dejándola huérfana cuando solo contaba con 21 años. Se había sentido una niña abandonada por una madre que la había dejado a los cuatro años con una tía que no tenía hijos. Su padre tampoco le aportó el apoyo necesario. A pesar de ello, Inés nunca le preguntó por qué la había abandonado. La rabia le producía un sentimiento de culpa inconsciente. Y lo pagaba con aquello que más podía hacerla sufrir: la afonía. Una pérdida que, a su vez, constituía un modo de identifi carse con su madre, que en sus últimos días era incapaz de hablar. Para salvar la figura materna, Inés pensaba que había sido abandonada porque era mala.

En el proceso terapéutico tuvo que aceptar las carencias de su progenitora Entonces dejó de identificarse con su madre en el asunto de la voz. Pudo sostener su deseo y mantenerlo en el tiempo, pues descubrió que era distinta a su madre. Ya no le asustaban sus afectos porque les había puesto palabras. Había abandonado las fantasías que la hacían daño y que estaban al servicio de deseos inconscientes. Ahora pensaba que a lo que realmente había que tener miedo era al desconocimiento de uno mismo, a lo que nos hace sufrir. Y a negar los pensamientos negativos, que a veces nos acechan.

Por el contrario, conviene analizarlos e intentar curar las heridas emocionales que se padecen. Y es que somos un psico-soma, el resultado de la mezcla entre nuestro cuerpo y nuestra mente.Nuestro mundo interno, compuesto de deseos, afectos, emociones e ideales, conforma una subjetividad que se sostiene en nuestro cuerpo. Inés comenzó a cuidar su cuerpo, volvió a fijarse en la moda, a trabajar sin miedo a perder la voz. La había recuperado para siempre.

Las claves

Lo más difícil del éxito es mantenerlo, para ello hay que estar conectada a un deseo de vida que supere las dificultades, resolver nuestros conflictos (nunca negarlos) y distribuir la libido hacia aquello que despliega nuestras potencialidades. El sentimiento de éxito en nuestro trabajo proporciona un placer íntimo, consecuente a la obtención de un deseo personal que se cumple cuando lo compartimos con aquellos que lo reconocen.

La palabra

Es la energía mental presente en todo lo que nos hace sentir una “tendencia a”. Dentro de nuestro psiquismo se origina una presión que nos empuja a conseguir el objeto capaz de calmarla. Esta energía tiene dos direcciones: la libido del “yo”, que guarda relación con la autoestima; y la libido objetal, que toma por objeto el mundo exterior y lo que creemos que los demás desean de nosotros. Todos tenemos una cantidad de energía que distribuimos entre el yo y lo que nos interesa de todo lo que nos rodea.

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